En noviembre del año pasado se cumplieron cien años del descubrimiento de la tumba de Tutankamón, uno de los acontecimientos más rimbombantes de la historia de la arqueología del siglo XX, la cual, todavía, no tiene una explicación para semejante entusiasmo.
¿Por qué un faraón muerto en 1137 A.C., a la edad de 18 años, joven, de reinado efímero y de importancia política cercana a cero, tres mil años después de su deceso, alcanzaba una notoriedad rayana en lo incomprensible? La pequeña comunidad de egiptólogos, de hecho, miró con asombro cómo ese descubrimiento de una de las tantas tumbas del Valle de los Reyes, generaba un debate del que participarían no solo millones de lectores sino también el rey Jorge V y el gobierno egipcio.
Por un lado había motivos inherentes al asunto: la tumba no había sido saqueada por los buscadores de tesoros que todo lo desvalijaban para lanzar al mercado momias y brazaletes. Y es cierto, estaba repleta de objetos espectaculares: carros recubiertos de oro, vasijas de alabastro, muebles con incrustaciones preciosas, joyas y la famosa máscara de oro.
Por otro, el trabajo de los arqueólogos se documentó en su totalidad con fotografías, tratándose de una de las primeras excavaciones a gran escala a las que se les dedicaba tanto detalle para confeccionar un registro minucioso del proceso de remoción de los objetos según el ejemplo promovido desde hacía dos décadas por William Flinders Petrie (1853-1942). Este se había plasmado en “Métodos y propósitos en la arqueología”, considerado el primer manual de trabajo de campo en lengua inglesa que, publicado en 1904, pronto se tradujo en la Argentina en una edición de 1907 del Museo de La Plata. Traducido para la Biblioteca de Difusión Científica de la Universidad Nacional que, desde 1906, estaba situada en la capital de la Provincia de Buenos Aires, apuntaba a mejorar la arqueología hecha en el país. Félix Outes (1878-1939), secretario de publicaciones del Museo, consideraba que “las numerosas observaciones si bien realizadas en su mayor parte en la cuenca del Nilo, pueden ser aplicadas, sin inconveniente alguno en todos los países donde se desee que las investigaciones prehistóricas se realicen con conciencia y siguiendo procedimientos rigurosamente científicos; fuera de que ciertos capítulos debieran transformarse en el Evangelio de los arqueólogos profesionales.”
En ese manual, Petrie defendía la importancia de registrar por escrito, en dibujos, planos y fotografía los distintos momentos de la excavación y los hallazgos resultantes para que estos no quedaran sin contexto. Recordemos: excavar destruye de una vez y para siempre, el continente donde se albergan los objetos del pasado, a tal punto que algunos la han comparado con la lectura de un libro que se destruye al dar vuelta la página. La fotografía, los planos, los dibujos -planteaba Petrie- debían ayudar, por un lado, a recrear ese libro destruido y, por otro, a crear “antigüedades portátiles”, livianas y transportables, las cuales, en escala reducida o ampliada, llevaban a las dimensiones del papel las cosas que, en realidad, tenían tres. Sin ello, los museos y la misma arqueología generarían meros “osarios de pruebas asesinadas”. No sorprende entonces que, para 1920, la fotografía estuviese integrada a los proyectos que contaban con los recursos suficientes para pagar los costos implicados.
Desde ese día de noviembre de 1922 en esa ubicación del Valle de los Reyes, en Egipto, las recámaras mortuorias se examinaron con paciencia mientras los objetos allí acumulados se describían con parsimonia. Finalmente, en octubre de 1925, los investigadores dieron con el cuarto que contenía el sarcófago que se volvería el ícono de la egiptología y de la fascinación por el pasado faraónico. Como Hans Ulrich Gumbrecht recuerda en su libro 1926, la discusión pública acerca de la legitimidad de “molestar” a los muertos ya estaba planteada pero, a fines de 1925 con la aparición del sarcófago y la momia, surgió la pregunta sobre qué hacer con los despojos del fenecido. ¿Regresarlo a su estado “original”? ¿Llevarlo a un museo en El Cairo? ¿A Nueva York? ¿A Londres?
De hecho, antes de confrontarse con el cuerpo del muchacho, hubo que abrir los cuatro ataúdes y las telas de lino que contenían al embalsamado, cosa que ocurrió en la campaña de 1925-1926, un año -según Gumbrecht- marcado por una vorágine de experiencias que indujeron a sentir que se vivía al filo de la historia. Un mundo en el que la velocidad parecía la esencia misma de la vida, un año sin expectativas, donde el boxeo y el cine se mezclaban con el turismo multitudinario para configurar una cotidianeidad y sensibilidad que, para entonces, ya confundía las escalas del tiempo y el espacio. La industria discográfica, las grabaciones, mezclaban, en nuestros oídos, las voces del pasado con la tecnología del presente; las películas traían a la vida los movimientos de los muertos, que mirándonos desde la nada, estaban frescos como una lechuga, congelada en blanco y negro. La foto de lo que fue se confundía -y se sigue vendiendo- como la representación de la realidad.
En esos años, en pocos meses, la tumba recibía a más de 12 mil visitantes mientras la prensa se ocupaba de Tutankamón, o mejor dicho de su descubrimiento, creando suspenso, como en un folletín cuya trama iba escribiéndose por un autor impredecible, combinando la crónica científica con el documento visual del trabajo de los egiptólogos.
Estas fotografías, estos medios técnicos del registro, al mismo tiempo que creaban el hecho científico, abrirían el camino que, como se ve en el caso de Tutankamón, lo transformarían en un éxito mundial gracias a la rapidez de las comunicaciones del siglo pasado y a la omnipresencia de las agencias de prensa. Entre 1922 y 1925, las fotos inundaron los periódicos porque, a fin de cuentas, los medios de la arqueología científica, también eran los de la prensa moderna.
Como ha revelado el trabajo de la historiadora británica Christine Riggs, profesora de Historia Visual de la Universidad de Durham, Reino Unido, las imágenes surgidas de ese trabajo de registro más que retratar “la emoción y la tensión del trabajo” son un claro indicio de la creación de esas emociones, una combinación del arte del fotógrafo con las intenciones de Howard Carter (1874-1939), el egiptólogo a cargo de la investigación. Una exposición organizada por el Museo Oriental de dicha universidad y emplazada en la galería al aire libre de la biblioteca Bill Bryson, da cuenta de ello. En varios paneles, se desarrolla la idea que la autora ya planteara en su libro de 2019: Photographing Tutankhamun. Archaeology, Ancient Egypt, and the Archive. En esa obra, Riggs había analizado cómo la fotografía convirtió a Tutankamón en una sensación mundial. Con esta muestra, las fotografías del hallazgo arqueológico más promocionado del siglo XX se exhibirán hasta junio de este año para conmemorar el centenario y con el acento puesto en las imágenes creadas por el inglés Harry Burton (1879-1940), el hombre de la cámara.
La primera fotografía de la tumba data de diciembre de 1922, unas semanas más tarde de haber ocurrido el descubrimiento. Diez años después de esa fecha, las fotos de Burton pasaban las 3000. Pronto llegarían a los diarios, haciéndose tan famosas como el mero hallazgo. Para la mayoría de los lectores, la tumba, Tutankamón, sus ofrendas y las fotos eran una sola cosa, es decir, esas imágenes resultantes del estilo lúcido y detallista de Burton y de las necesidades de documentar paso a paso el trabajo científico. Hijo de un ebanista británico, Burton alcanzó la celebridad cuando, en 1923, el diario The Times publicó 142 de las imágenes sacadas en la tumba de Tutankamón.